La creciente hegemonía de los Austrias de España y de
Habsburgo en la Europa del siglo XVII junto con el arraigado odio entre protestantes
y católicos (Reforma de Lutero y Contrareforma católica) dibujó el escenario
perfecto para la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Felipe IV protagonizó
un intenso y costoso reinado de armas, que representó una ruina en impuestos para
los campesinos –mientras que las clases locales dirigentes disfrutaban de
privilegios y exenciones fiscales-, sin considerar los terribles saqueos de aldeas
y pueblos por los que pasaban los soldados del rey. El artífice de la política
real fue el valido del rey, el Conde Duque de Olivares, quien exigió a los
dirigentes locales del Imperio-entre ellos a Catalunya- a participar en la “Unión
de Armas” como signo de fidelidad al rey.
Al negarse las clases dirigentes locales contraviniendo al rey –Catalunya lo hizo
institucionalmente-, vieron peligrar sus privilegios, y decidieron enarbolar así
la bandera de la patria y ponerse al frente de las “rebeliones de la tierra”,
como sucedió en Portugal (acabó en secesión gracias a la hegemonía colonial
portuguesa), en Catalunya (“Guerra dels Segadors”) o en Nápoles. Si bien el
interés económico-social de las clases significativas locales se puso interesadamente
al frente de estas revueltas, fue un sentimiento patriótico de derechos y
libertades el que impulsó estos levantamientos, y sucedió en un escenario
político donde la voz del pueblo nunca había tenido ningún valor ni para los
reyes centralistas ni para los dirigentes locales periféricos.
Esta es la piedra angular de un argumento muy debatido hoy
día entre Castilla y Catalunya, donde estos hechos marcan el punto de inflexión
y el nacimiento de una identidad nacional plena para unos, o por el contrario,
para otros, son un hecho aislado y donde la identidad nacional es española, probablemente
más castellano-aragonesa.
Es difícil concluir dónde estás los inicios de la identidad
de un pueblo –como en el caso de Catalunya- y cual es la distancia histórica
que nos acercará a la verdad mostrando una visión de conjunto a la vez que sin
dispersar o tergiversar los hechos. Quizá haya tantas verdades como opiniones.
En cualquier caso, lo que considero importante de estas rebeliones de la tierra
es que fue un pueblo sin valor político, sin derechos y sin libertades, el que
decidió –con éxito o no- luchar por cambiar su destino.
Nuestra democracia no es equiparable a estas formas de
estado con mecanismos todavía muy feudales. Sin embargo sí que debería encontrar
en ellas muchos ingredientes comunes a su
funcionamiento actual: un poder centralizado que estira para el centro con la
misma sed imperial que los “austrias”, clases dirigentes locales periféricas
que estiran para fuera con el único objeto de mantener su status y privilegios,
y por último un pueblo que no cuenta. El
sistema electoral obliga a las clases privilegiadas a dar cuentas al pueblo
sólo cada cuatro años, -un buen margen para jugar con la memoria del votante- y
llegado el momento del sufragio universal, encienden la máquina propagandística
de la confusión, con el resultado final de que unas clases dirigentes locales
pudieran perder privilegios en favor de otras clases locales. El pueblo nunca resulta
significativo en este juego de poder, tan sólo es espectador de una mediática pelea
de lobos privilegiados.
La regeneración política y democrática debe apostar por
cambiar históricamente el juego y los jugadores: nos pasamos el día buscando
identidades nacionales que tan sólo pertenecen históricamente a las clases
privilegiadas y a sus familias. La verdadera identidad nacional de los
españoles aún no existe, y se engendrará el día que por primera vez el pueblo menos
aristocrático y menos privilegiado decida realizar su propia “revolución
francesa tecnológica y pacífica” para acceder a la gobernabilidad de nuestro
país, sin nobles, sin burgueses y sin reyes. De espectadores a actores.
Luis Díaz