domingo, 27 de octubre de 2013

Del Contrato Social y del Contrato Actual



“El Contrato Social” fue el libro que escribió el filósofo Jean-Jacques Rousseau en 1762, el que iniciaba proclamando que “el hombre ha nacido libre y en todas partes se halla encadenado”. Este texto fue una de las mechas que prendió la Revolución Francesa, y hoy día, es una de las grandes herramientas que nos deja la Historia para evaluar qué sociedad tenemos y qué relación mantenemos el pueblo soberano con el Estado, si es realmente de soberanía, o es de esclavitud. También es una sólida reflexión social y política para la construcción de un modelo ideal de convivencia sobre una base inalienable de libertad y de igualdad del hombre. 

El problema que resuelve “El Contrato Social” es “encontrar una forma de asociación [del pueblo] que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado y mediante la cual cada uno, uniéndose a los demás, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como antes”. 

Rousseau defendía el sufragio universal, pero también la indivisibilidad de la soberanía del pueblo; y por tanto, se manifestó en contra de la separación de poderes de Montesquieu, porque a su entender, esto separaba la soberanía popular en elementos distintos, en voluntades particulares; porque la soberanía es manifestación de la voluntad popular o no lo es, es la de todos o sólo la de una parte. De aquí tampoco podríamos pensar en consecuencia que nuestra mala experiencia democrática nos llevase asimismo a rechazar la separación de poderes en nuestra llamada democracia; puesto que aunque nuestro Estado de Derecho ha sido injusto y desigual con los más débiles, como decía Rousseau, “bajo los malos gobiernos esta igualdad es sólo aparente e ilusoria; sólo sirve para mantener al pobre en la miseria y al rico en la usurpación”. Quizá una separación de poderes con una gobernabilidad honesta pudiese dar mejores resultados en España.

Y lo que considero crucial, sobre las voluntades y el poder del pueblo, Rousseau deja bien claro que el poder puede ser transferido a un soberano, a un “ser colectivo”, pero la voluntad no, la voluntad es inalienable y no puede ser transferida. El “soberano” puede garantizar que su voluntad presente coincida con la del pueblo, pero no puede hacerlo con la voluntad futura; la voluntad futura no se puede encadenar, y si el pueblo promete obedecer a esa voluntad futura en silencio, se destruiría y perdería su condición de pueblo, porque habría reconocido a un amo, y “en el instante en que hay un amo ya no hay un soberano [entiéndase como “ser colectivo”], y desde ese momento el cuerpo político [la república] queda aniquilado”.

No es difícil ver dibujado el gran problema de representatividad popular y soberanía que vive Occidente, y en especial España, en estos pensamientos de Rousseau. ¿Quién no recuerda a Rajoy haciendo lo que le da la gana en vez del programa votado y clamando que no tiene más remedio que hacerlo? ¿Son esto voluntades del pueblo o es la voluntad popular de quién ha usurpado la soberanía de las urnas? Creo no estar errado cuando afirmo que el contrato social de la democracia en España ha devenido en un secuestro de la soberanía, además de generar profundas desigualdades y miseria. No sólo mantiene un reparto no equitativo de la riqueza, sino que lo extrema y lo incrementa; y lo que es peor, intenta acostumbrar al pueblo a vivir con la voluntad encadenada y con la convicción de que nada está en sus manos para cambiar el futuro.

La tecnología actual permitiría perfectamente mediante la votación electrónica, que el pueblo participase libremente tan a menudo como desease y/o fuese necesario de las decisiones importantes del Estado –véase ya algún modelo como el de Suiza-. De esta manera, según nos enseña Rousseau, siempre tendríamos un “soberano” y nunca un “amo”. Sin embargo, el Estado usa las herramientas tecnológicas para mantener y modular las cadenas de la voluntad del pueblo, no para romperlas. 

Pero lo más lamentable somos nosotros, que no sólo renunciamos a la soberanía, sino que arrastramos con orgullo nuestras cadenas; lo que -según Rousseau-, nos hace perder la condición de pueblo.

Luis Díaz

domingo, 20 de octubre de 2013

Del Despotismo Ilustrado y del Integrismo Católico Español


En los albores de la modernidad nace la Ilustración en el siglo XVIII, en un contexto de oscurantismo, fanatismo religioso, y de absolutismo político. El fenómeno del despotismo ilustrado sucede cuando los filósofos empiezan a ilustrar, a guiar a los despóticos monarcas hacia la razón y el conocimiento. Europa empieza así la culminación del proceso de racionalización y de individualización del hombre iniciado en el Renacimiento.

La Ilustración –junto con los pensadores racionalistas y empiristas anteriores- sentó las bases de la modernidad, de lo que hoy somos, destacando en la política pensadores como Montesquieu, Voltaire, Rousseau, o el mismo Kant.

Kant explica su concepción de la Ilustración en un célebre texto: "La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Minoría de edad es la incapacidad de utilizar el propio entendimiento sin guiarse por otro. Esta minoría de edad es culpable cuando su causa se encuentra en una carencia no del entendimiento, sino de la decisión y del coraje de utilizarlo sin la guía de otro. ¡Sapere Aude! ¡Ten el coraje de utilizar tu propio entendimiento! ¡Este es el tema de la Ilustración!”.

Si bien el espacio de este artículo limita las posibilidades para destacar todos los aspectos relevantes de esta época, por lo menos si destacaré la oposición de Rousseau a la separación de poderes de Montesquieu, al estar convencido de la corruptibilidad de la democracia y de que el sistema al final degeneraría de facto en el establecimiento de la desigualdad y de la injusticia, con respaldo del derecho, y la garantía coactiva o de fuerza para mantenerlas.

Si Rousseau viviese hoy, vería sus observaciones materializadas en el vientre de la democracia española. Por un lado, los tres poderes están solapados; y por otro, las leyes cuando no son tejidas a medida, son burladas institucionalmente para ocultar la corrupción, el tráfico de influencias, y promover la ideología excluyente. Las fuerzas del orden a su vez, se utilizan con el dinero del pueblo y contra el pueblo, bien para proteger la inmunidad del despotismo en la sombra, bien para golpear a los más débiles que lo han perdido todo, o no tienen casi nada; porque los que lo tienen todo, quieren más. 

El despotismo español está “ilustrado” no por pensadores, sino asesorado por los medios propagandísticos de comunicación, los departamentos de marketing, las encuestas de opinión, y otros órganos de manipulación de masas. Así bien, la gran ironía es que nuestro despotismo realmente no es ni siquiera ilustrado, no es intelectual, es un despotismo amoral y ambicioso, basado en las mentiras y en las medias verdades.

Y es en este contexto donde, sin “ilustración”, sin el racionalismo, sin la libertad del pensamiento, volvemos a dar el paso atrás: renace de sus cenizas y con fuerzas renovadas el poder eclesiástico, las fuerzas de la superstición, el irracionalismo, el fanatismo católico-clerical más radical e integrista para emprender una nueva Cruzada contra el infiel. Rouco Varela y Martínez Camino, secuestradores y proxenetas de la moral universal, -que dejando en pública evidencia al mismo Papa Francisco con sus declaraciones sobre la homosexualidad- han desenpolvado al diablo, sacándolo “del armario”, y pretendiendo refundar una nueva, gloriosa e inquisidora fe, con exorcismos a la carta y adoctrinamiento católico escolar para niños ateos y musulmanes.

El despotismo no ilustrado ya se ha acoplado al Estado tras pegarle una patada a Newton (¡y literalmente!, considerando la política de I+D y la fuga de cerebros que acontece en nuestro país).  En tan sólo dos años, hemos desandado más de trescientos. Lo único lamentable que no ha cambiado –como decía Kant- es que seguimos estando en la "culpable minoría de edad”.

Luis Díaz 

lunes, 7 de octubre de 2013

De la Deuda Infinita y del Poder de la Tristeza

El filósofo Gilles Deleuze nos explicaba en el curso de Vincennes de 1978 y en su Abecedario que Spinoza hizo de la alegría un modelo de resistencia y de vida. Las pasiones fundamentales para Spinoza eran la alegría y la tristeza, y su variabilidad medía la fuerza de existir. Estar afectado de alegría significaba aumentar la potencialidad de acción, y al contrario, estar afectado de tristeza, disminuirla. 

Esto es importante cuando Spinoza expone que quienes tienen el poder, déspotas y sacerdotes, siempre necesitan afectar de tristeza a súbditos y fieles para realizar el ejercicio del poder, para su sometimiento. Inhibiendo lo que los individuos pudieron hacer en potencia pero no les estuvo permitido, fomentan la esclavitud y la obediencia. 

Explica Deleuze que la tradición judaico-cristiana construyó la figura del sacerdote, el predicador de la tristeza, el poder pastoral que inventó la idea de que los hombres están en estado de deuda infinita con Dios. El hombre puede liberarse de deudas finitas, pero estar vinculado a una deuda infinita crea una persistente tristeza y sentimiento de culpabilidad que someterá de por vida su potencialidad de acción a los deseos y dictados religiosos.

Así bien, aunque ambos poderes, el sacerdotal y el político, buscaban afectar de tristeza; la ventaja y diferencia del poder sacerdotal se manifiesta maquiavélica al idear la vinculación de la deuda infinita del hombre con Dios.

Hoy día, cuando en Europa el laicismo parece avanzar para liberar al hombre de esta deuda inventada del pasado, nos llevaremos la gran sorpresa de que la política parece también haber aprendido como vincularnos a la tristeza eternamente, al mismo estilo sacerdotal. Son numerosos los países que ya tenemos una deuda económica finita tan elevada, que como será imposible pagarla, podemos calificar de infinita. Los foros de comunicación nos han inculcado la idea de culpabilidad, de tristeza, de haber vivido por encima de nuestras posibilidades, y por tanto, somos tristes culpables de una “deuda infinita” que tendremos que pagar por encima de todo.

El efecto spinoziano inmediato es que al no poder realizar la potencialidad de nuestras acciones (menos educación, sanidad, cultura,...), generaremos la tristeza adecuada y precisa para convertirnos en siervos y súbditos, fieles acólitos y creyentes en un mercado al que nos postramos, y al que pagaremos la deuda económica con nuestra libertad por los siglos de los siglos. 

Luis Díaz

miércoles, 2 de octubre de 2013

Del Optimismo Tecnológico y de la Era del Vacío



“La Era del Vacío” es una recopilación de artículos y estudios del sociólogo Gilles Lipovetski que plantean la aparición de la sociedad “posmoderna”, nuestra sociedad, una sociedad que -explica el autor- sufre una mutación histórica global aún en curso, y que desde el final de la era moderna está perfilando un nuevo e inédito modelo de individuo, donde el universo de los objetos, de las imágenes, de la información y de los valores hedonistas conforman el control de los comportamientos en base a una enorme diversificación de las personalidades individuales. 

Este proceso de personalización rompe con la socialización disciplinaria y con las reglas uniformes de épocas anteriores, colisiona con la revolución permanente y la subordinación de lo individual a lo colectivo, con las identidades sociales, y con el compromiso político. La nueva sociedad hedonista convierte la revolución del consumo en su cénit y en su columna vertebral, es alimentada con información, necesidades, sexo, deseo, naturalidad, no represión, no coacciones, comprensión y realización personal, narcisismo, búsqueda de la propia identidad, derecho a ser uno mismo, y a disfrutar de la vida.

También nos reconoceremos fácilmente en el siguiente párrafo de la obra: “La sociedad posmoderna es aquella en que reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento, en que la autonomía privada no se discute, donde lo nuevo se acoge como lo antiguo, donde se banaliza la innovación, en la que el futuro no se asimila ya a un progreso ineluctable. La anterior sociedad moderna era conquistadora, creía en el futuro, en la ciencia y en la técnica (…) se instituyó (…) en nombre de lo universal, de la razón, de la revolución”. 

La visión de Lipovetski desvela que ya nadie cree en el porvenir de la revolución y del progreso, el nuevo individuo persigue el elixir de la eterna juventud, vivir en seguida, aquí y ahora. Anunciando la muerte del optimismo tecnológico y científico y la obsolescencia acelerada, sentencia que la sociedad posmoderna conlleva “desencanto y monotonía de lo nuevo, cansancio de una sociedad que consiguió neutralizar en la apatía aquello en que se funda: el cambio (…).  Ya ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las masas, la sociedad posmoderna no tiene ni ídolo ni tabú, ni tan sólo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis”. 

El autor también advierte que el nuevo individuo narcisista no es apolítico, pues participa en múltiples asociaciones y grupos, aunque no obstante, se trate del ejercicio de cierto “narcicismo colectivo”, con intervenciones selectivas e intereses especializados, es decir, practicando únicamente la reagrupación de “seres idénticos”, pero no como grupo social diverso donde su individualidad pudiere quedar dispersa.
 
Lipovetski nos dibuja un presente y un futuro complicados donde somos el nuevo individuo hedonista y narcisista, sin interés por la colectividad, que sólo sociabilizamos para obtener algo a cambio, y que hemos construído un futuro lleno de vacío. 

Y aunque necesitamos llenar ese vacío nuevamente de optimismo, de momento, la línea del horizonte parece darle la razón.

Luis Díaz