¿Es
la democracia solamente el derecho de todos los ciudadanos a votar, o debería también
incluir alguna obligación intelectual? ¿Deberíamos votar cualquier aspecto de
la vida política o solamente escoger a nuestros representantes? ¿Cualquier persona
ha de poder gobernar, o debería asimismo existir una cualificación adecuada
para hacerlo? ¿Se debería exigir la misma formación para gobernar un pequeño
pueblo que para gobernar un país? ¿Y para gobernar un país que para gobernar un
pequeño pueblo? Reflexión.
¿Debería Ana Obregón, bióloga,
gobernar España? ¿Y Belén Esteban, tertuliana? ¿Y Wyoming, médico? ¿Y Terstsch,
periodista? ¿Y Rajoy, Zapatero, González, Rivera o Aznar, licenciados en
Derecho? ¿Pablo Iglesias, politólogo? ¿Rapel, adivino?… ¿Qué es lo mejor para el
interés general del país? Quizá lo teóricamente más adecuado
para presidir, gobernar y construir seres humanos sean indiscutiblemente las olvidadas
carreras de Humanidades -tan temidas por el neoliberalismo-; por otro lado, para
pelearse con los caprichos de la desigual red económica tejida alrededor del
mundo, las carreras de Económicas parecen más consecuentes para algunos
ministerios. Para entender las relaciones inter e intra pueblos, las Políticas -también humanísticas-,
y para diseñar entornos de convivencia y seguridad en las sociedades, las de Derecho, … y
podríamos continuar con las Tecnológicas para modelar países punteros y progresistas
en investigación, y …veríamos que cada disciplina tiene su lugar y su importante
por qué en nuestras vidas.
Algunos ya se habrán echado las
manos en la cabeza -sobre todo los que tienen alergia a los libros, aunque yo
defienda que toda esta potencial formación debiera ser totalmente gratuita para
garantizar su acceso a cualquier ciudadano- cuando estoy insinuando que
no cualquier persona sin la formación adecuada debería poder optar para cualquier
puesto político público, sea la presidencia, los ministerios, las secretarías, las
subsecretarías, los puestos de confianza, …; sea la administración central o la
local del Estado o la autonómica; sea el poder ejecutivo, el legislativo o el judicial. Cada silla pública tiene unas características muy concretas -y también
dependiendo de su ámbito territorial-, y no la formación de cualquier ciudadano o en cualquier cosa se ajusta a cualquier silla en cualquier sitio. Muchos me dirán con algo de
acierto que la experiencia es un grado y que hay alcaldes que cuando son
promocionados a muy altos cargos -por poner algún ejemplo-, sin estudios específicos lo pueden hacer mejor que muchas otras personas con estudios concretos, pero sin experiencia.
Lo que es incuestionable es que esos
alcaldes promocionados, con experiencia y sin estudios, con una formación
adecuada, serían parte de la excelencia que necesita este país; y nunca deberíamos
conformarnos con autodidactas, sin exigirles también el mayor esfuerzo
formativo reglado que no solamente enseña con exactitud los contenidos
disciplinares, sino que también hace que la presunción de capacidad se convierta en garantía, y que el valor del esfuerzo y la responsabilidad que
exige lo público y la complejidad del país sea un requisito sine quanum para ejercer, habitualmente inalcanzable para la mayor parte del parasitismo y amiguismo político que cohabita importantes puestos de responsabilidad con marcada mediocridad.
Y quienes aún siguen opinando que
lo anterior pudiera ser un pensamiento antidemocrático y excesivamente tecnócrata, probablemente
son los que nunca han llamado al panadero para arreglar un problema eléctrico
en casa, ni los que tampoco han permitido que el electricista les imparta clases
de idiomas -y menos de un idioma que no es de su interés-, ni que el filólogo haga
obras en el baño, y aunque el albañil también amasa, nunca le comprarían a él
el pan. Y tampoco llamarían a un ingeniero informático para dirigir el Museo de
Historia, ni a un historiador para realizar auditorías informáticas. Y todo parece
tan obvio y simple, que ni siquiera pudiera calificarse de gran idea. Y, sin
embargo, esta evidencia no representa la normalidad de la democracia occidental,
la que padece una gastroenteritis política crónica donde si coincide la cualificación
personal de cada representante con sus responsabilidades públicas, es pura
coincidencia. Luego se rodean de mil y un cargos de confianza especialistas -en
el mejor de los casos, aunque es muy habitual que solamente sean primos y hermanos-,
que nadie ha votado, y que al final son los que o bien toman las
decisiones reales, o bien las toma el elegido, quién menos idea tiene de todo. Y
en caso de crisis o corruptelas, alegan ignorancia de lo que estaban haciendo, explicaciones
que el pueblo acepta aplicando la lógica más ridícula a la sombra del Templo de
la Democracia, sostenido por columnas tan débiles como virtuales.
¿Formación para representar?
¿Y formación para votar? En el recuerdo, ¿cuántos ciudadanos en estos 40 años
de democracia española no han votado alguna vez a un candidato por su aspecto
físico y no por su capacidad política o intelectual? ¿Es del interés general y social
elegir al candidato más bello y quizá menos capaz? Y Espejito, espejito ¿Queremos
como cargos de confianza de nuestra política a la flor y nata de la peluquería,
del marketing y de la estética, o necesitamos un ejército de mujeres y hombres con
la mejor formación académica para cada uno de los campos de batalla política?
Y aunque me volverán a acusar de
nuevo de tecnócrata -con razón- y que debería respetar que cada uno votase lo
que quisiese y como desease hacerlo, en función de sus intereses, añadiré que
respetaría y aplaudiría cualquier voto, si en las condiciones descritas sucediese.
Pero ¿se ejerce el voto sin que manipulen nuestra voluntad y confundan nuestros
intereses? ¿Cuál es el contexto del voto? ¿Votar corrupción mayoritariamente es
del interés general? ¿Familias sin recursos votando neoliberalismo es de su propio
interés? ¿Votar perroflauta es votar físico o votar progreso? ¿Votar pensando
en “ellos” contra “nosotros” es democracia o fútbol? ¿Votar sin información
imparcial y criterio responde al espíritu democrático? ¿Sabemos lo que votamos
y sus consecuencias a medio y largo plazo?
No, el pueblo no es tonto, pero
nuestra sociedad padece de una arrogancia crónica. ¿Cuántas veces oímos en las
redes aquello de “os manipulan” y qué pocas aquello de “nos manipulan”? El
sufragio se produce siempre tras las campañas electorales, cargadas de trampas,
mentiras y engaños de todos los candidatos, aplicando técnicas de marketing insultantes
sobre absolutamente todos nosotros. Los recursos intelectuales son vitales para
salir con la mínima manipulación posible de esa catarata de discursos agresivos,
que sólo persiguen nuestro voto, y nunca nuestro interés. Es muy cándido pensar
que toda la inversión política publicitaria, incluso vulnerando la Ley cuando
les hace falta, no sirve para cambiar o modificar nuestro voto o forma de
pensar, el de todos, de forma absoluta. En el momento en que perdemos de vista
este punto, ya estamos en la olla siendo cocinados.
El ganador de las elecciones
es siempre el marketing, el dinero, y la manipulación mediática, es decir, el
neoliberalismo que convivió con el socialismo tras la Segunda Guerra Mundial, y
que finalmente venció al socialismo tras la Guerra Fría. En nuestro país, el
neoliberalismo ha sido PP, PSOE, CiU, PNV y Ciudadanos, y aunque parecía que el
PSOE de Pedro Sánchez iba a quitarse esa espina con una revolución interna, el
declive y suicidio de Podemos con el Procés catalán, ha empujado al barco del PSOE
a enfilar nuevamente su proa hacia la injusta y desigual economía neoliberal.
Si bien las democracias
occidentales son tristes por todo lo anterior, la crisálida de nuestra democracia fue la España negra de Franco, y nació entre la desconfianza de quienes apoyaban a los golpistas -por miedo a perder su poder político y económico- y la pobreza económica e intelectual del pueblo que perdió la Guerra Civil, tras 40 años de opresión y censura cultural, y que tuvo que renunciar hasta a sus muertos para empezar a andar.
Nuestra democracia empezará a funcionar el día en que votemos -sea lo que sea- con pleno conocimiento de causa y responsabilidad, con protección de nuestros derechos por las leyes ante la agresión publicitaria y de mentiras de las campañas; y cuando el éxito de nuestros representantes públicos no dependa ya de su formación -porque siempre la tengan- o de su grado de parasitismo, sino de su mayor o menor acierto político.
Escoger al mejor caballo no garantiza
la victoria en el hipódromo, pero la posibilita. Lo que no es democracia es que votemos todos, y que siempre nuestro caballo de carreras sea el de plástico.
Algo falla.
Luis Díaz
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